La herida invisible del lazo roto
En tiempos donde la conexión parece medirse por la cantidad de notificaciones recibidas, algo más profundo se deshilacha. Las relaciones entre las personas ya no encuentran su fundamento en el encuentro con el otro como alteridad, sino en vínculos funcionales, fugaces, donde el deseo queda silenciado por la lógica de la inmediatez. El lazo se vuelve transacción, y lo común ya no hace trama.
Cuando se diluye el tejido que sostiene lo colectivo, lo que queda es un sujeto confrontado a un vacío imposible de nombrar. No se trata simplemente de soledad, sino de una fractura más íntima: la imposibilidad de construir sentido con otro, de inscribirse en una historia compartida. En lugar de palabras, se ofrecen diagnósticos; en lugar de escucha, algoritmos; en lugar de comunidad, perfiles.
Esta disolución del lazo no es sin consecuencias. Aparecen síntomas que ya no pueden pensarse solo en términos individuales: malestares que no encuentran palabras, angustias sin objeto, cuerpos que gritan lo que el lenguaje no logra tramitar. Subjetividades errantes, desancladas, que buscan pertenencia en coordenadas rotas.
Frente a esta escena, se hace necesario recordar que el otro no es un espejo ni un competidor, sino la posibilidad misma del surgimiento del yo. Es en la alteridad donde el sujeto se constituye, se diferencia, se inscribe. Por eso, la pérdida del lazo no es solo social: es estructural. Romper con el otro es romper con uno mismo.
Hoy, más que nunca, la tarea es recuperar el tiempo del encuentro. Dejar espacio a la palabra verdadera, a ese decir que no se rinde a los formatos ni a las respuestas prefabricadas. Volver a mirar al otro no como una amenaza, sino como una pregunta abierta. Porque allí, en el hueco de lo no dicho, es donde aún puede nacer algo distinto.
Lic. Constanza Depetris - Psicóloga
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