Cuando la pantalla reemplaza al encuentro: una advertencia amorosa a madres y padres
Vivimos tiempos veloces. Las pantallas están en todas partes, y la inteligencia artificial, casi sin darnos cuenta, se ha colado en nuestras casas, en las escuelas, en los juguetes, en las voces que acompañan la infancia. Puede parecer moderno, útil, hasta inevitable. Pero cuando se trata de niños y niñas, conviene detenernos. Pensar. Mirar un poco más allá del brillo.
Porque el problema no es solo que las pantallas "distraen". Lo que está en juego es mucho más profundo: cuando un niño queda capturado por una tecnología que responde de inmediato, que lo entretiene sin espera, sin vacío, sin misterio, algo del deseo se adormece. No hay tiempo para aburrirse, ni espacio para crear. La fantasía, que es la puerta de entrada al juego, se aplana. Y el juego —ese acto sagrado donde un niño inventa mundos— empieza a desaparecer.
¿Y qué pasa con el vínculo? Cuando el otro (el adulto, el amigo, el hermano) queda desplazado por una respuesta automatizada, se debilita el lazo. La experiencia del encuentro, con su dificultad, su diferencia, su espera y su sorpresa, se pierde. La pantalla no contradice, no dice que no, no se cansa, no se enoja, no abraza. Pero tampoco ama. Y entonces, poco a poco, los niños pueden ir perdiendo la brújula que les permite distinguir entre lo real y lo imaginario, entre lo propio y lo ajeno, entre el cuerpo y la imagen.
No se trata de demonizar la tecnología. Pero sí de preguntarnos: ¿qué lugar ocupa en la vida de nuestros hijos? ¿Con qué frecuencia reemplaza el diálogo, la presencia, el juego compartido, el silencio lleno de sentido? ¿Cuándo fue la última vez que nos sentamos con ellos a mirar el cielo, a armar algo con las manos, a aburrirnos juntos?
Poner un límite no es castigar. Es amar. Es decirle al niño: yo estoy aquí, sosteniéndote, marcando un borde que te protege. Porque un niño al que no se le pone límite, queda a la deriva, sin coordenadas. Y cuando el límite no lo pone el adulto, lo termina poniendo una máquina, o peor aún, la vida misma, sin piedad.
Criar es un acto artesanal, humano, imperfecto. Y sobre todo, profundamente relacional. Ninguna inteligencia artificial puede ofrecerle a un niño lo que le ofrece el encuentro con un otro que lo mira, que lo escucha, que le dice que no, que le dice que sí, que está ahí, con su cuerpo, con su palabra, con su deseo.
Entonces, antes de entregarles el celular, la tablet o la consola, preguntémonos: ¿qué está necesitando este niño? ¿Con qué está queriendo encontrarse? ¿Qué espacio de presencia puedo ofrecerle yo hoy?
El amor también se dice con un “hasta acá”. Porque en ese corte se abre la posibilidad del lazo. Y en ese lazo, el niño empieza a ser sujeto. No de una máquina, sino de su historia, de su deseo, de su humanidad.
Lic. Constanza Depetris
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