El fin de las diferencias

Vivimos en una época paradójica. Por un lado, se enarbola la bandera de la inclusión, se celebra la diversidad, se exigen derechos que garanticen la diferencia. Pero por otro lado, se impone, con sutileza o violencia, un mandato de igualdad que aplasta lo singular.

La cultura actual parece tolerar la diferencia solo cuando esta puede ser domesticada, cuando no desborda, cuando se acomoda a una forma de lo “aceptable”. La tolerancia se vuelve performativa: se celebra al distinto en tanto no incomode, en tanto no cuestione el ideal común. Todo lo que no encaje, lo que no pueda traducirse en lenguaje homogéneo, es silenciado o diagnosticado.

Hay un mandato invisible que ordena: sé diferente, pero no demasiado. Sé libre, pero como se espera que seas. Sé igual, aunque creas que sos único.

Esta exigencia de igualdad no es solidaridad: es control. Es un intento de borrar los bordes, de neutralizar lo inasimilable, de evitar el conflicto que toda verdadera diferencia conlleva. Pero sin diferencia, no hay deseo. Sin diferencia, no hay sujeto.

El Otro, con mayúscula, ha sido reemplazado por una masa de reflejos que repite consignas. El disenso molesta, el silencio incomoda, la singularidad se vuelve sospechosa. La diferencia no se integra: se disuelve.

Es urgente volver a pensar la diferencia no como un obstáculo a superar, sino como una condición de existencia. No hay humanidad sin alteridad. No hay vínculo sin tensión. No hay subjetividad sin corte.

Volver a la diferencia como gesto ético: dejar que el otro sea otro, sin necesidad de hacerlo igual a mí.

Lic. Constanza Depetris 

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