Juzgar: cuando el alma se olvida de mirar

Juzgar es, muchas veces, un intento desesperado de ponerle orden a lo que no entendemos. Es una forma de cubrir con palabras duras lo que nos incomoda, lo que no encaja con nuestras creencias o nuestros valores. Pero detrás de ese impulso —que aparece casi automático— suele esconderse el miedo. El miedo a vernos reflejados en el otro. A descubrir que, quizás, también podríamos haber hecho lo mismo en otras circunstancias.

Juzgar es más fácil que comprender. Más rápido que escuchar. Más cómodo que ponernos en el lugar del otro. Pero lo fácil, lo rápido y lo cómodo, no siempre es lo justo, ni lo humano, ni lo verdadero.

¿Quién no ha juzgado alguna vez sin conocer la historia completa? ¿Quién no ha hablado antes de preguntar, etiquetado antes de conocer, herido sin intención pero con palabras que cortan?

Cada vez que juzgamos sin saber, perdemos la oportunidad de mirar con el corazón. Y mirar con el corazón no es justificarlo todo: es reconocer la complejidad, el dolor, la herida. Es preguntarnos qué nos pasa a nosotros cuando señalamos. Qué parte de nuestra propia historia estamos proyectando.

Juzgar puede ser un acto de soberbia disfrazado de moral. O puede ser una defensa. Pero cuando juzgamos al otro como si su error lo definiera, olvidamos algo esencial: que todos estamos hechos de luces y sombras, de elecciones y contextos, de aciertos y contradicciones. Que la vida nos prueba, y no siempre respondemos como quisiéramos. Que la dignidad no se pierde en los errores, sino en no poder mirar más allá de ellos.

La verdadera fuerza no está en condenar. Está en sostener la pregunta. En mirar de frente lo que duele, sin dejar de ver a la persona. Porque si juzgar nos separa, comprender nos acerca. Y a veces, acercarse ya es una forma de sanar.
Lic. Constanza Depetris 

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