Juzgar: la trampa de la mirada que cree saber

Hay miradas que abrazan, que preguntan, que se detienen. Y hay otras que se afilan como cuchillas, que miran para nombrar y al nombrar, condenan.

Juzgar nace muchas veces ahí: en la mirada que no pregunta, que no duda, que ya tiene una respuesta lista, sostenida por una lógica que cree saber lo que está bien.

La lógica del bien.
Tan seductora.
Tan peligrosa.
Porque el bien, cuando se convierte en regla única, puede volverse un arma.

Cuando una mirada se planta en la certeza de lo correcto, se cierra. Y cuando se cierra, deja de ver.

El problema no es tener valores. El problema es cuando esos valores se usan como medida absoluta para pesar la vida ajena. Como si existiera una sola forma correcta de vivir, de sentir, de decidir.
Como si lo diferente fuera sinónimo de amenaza.

En el fondo, muchas veces juzgamos porque no toleramos la diferencia. Porque lo distinto nos confronta. Nos corre del lugar cómodo de “yo haría otra cosa”, “eso está mal”, “yo jamás”.
Pero… ¿cuánto de eso es realmente nuestro? ¿Y cuánto es lo aprendido, lo heredado, lo impuesto como verdad?

La mirada que juzga es una mirada que no se deja afectar. Que no pregunta por la historia que hay detrás de un gesto, una caída, una elección. Que no se detiene a considerar las condiciones, los contextos, el dolor que muchas veces empuja a actuar.
Una mirada que no escucha, que no tiembla, que no duda, se vuelve ciega.

Y lo más inquietante: quien juzga con dureza suele creer que lo hace en nombre del bien. Pero el bien no es rigidez. El bien no es superioridad. El bien, si es auténtico, debería ser compasión, escucha, humanidad.

La diferencia no es el problema. El problema es la necesidad de uniformar. De exigir que el otro piense como yo, sienta como yo, elija como yo.

Y esa intolerancia, ese deseo de control, no es justicia: es miedo.
Miedo a que la vida sea más vasta, más ambigua, más compleja de lo que podemos aceptar.

Juzgar al otro es, a veces, una manera de protegernos de nuestros propios vacíos. Pero en el fondo, todo juicio revela más de quien lo emite que de quien lo recibe.

La mirada que realmente ve no es la que clasifica. Es la que se permite conmover.

Y a veces, solo eso basta: una mirada que no condene, que no encierre. Una mirada que, sin renunciar al discernimiento, no pierda la ternura.

Porque no hay lógica más profunda que la del encuentro. Y en el encuentro, la diferencia no se elimina: se respeta.
Lic. Constanza Depetris 

Comentarios

Entradas populares de este blog

Disautonomia: un cuerpo que no se puede nombrar

Soledad: ese espacio donde algo insiste - Lic. Constanza Depetris

La herida invisible del lazo roto