Cuando dejamos de preguntar

Vivimos rodeados.
Y sin embargo, tan solos.
No solos porque falte gente,
sino porque se volvió difícil el lazo.
Difícil mirar al otro y no querer ganarle.
Difícil escuchar sin interrumpir.
Difícil hablar sin tener que defenderse.
En los grupos, en los trabajos, en los vínculos...
cada uno en su idea, en su verdad.
Y el otro, más que un encuentro,
se vuelve un obstáculo,
una amenaza,
algo que hay que corregir.
Y entonces llega la violencia.
No siempre con gritos.
A veces con silencios que expulsan.
Con gestos que cortan.
Con frases que no preguntan,
sino que acusan.
"Vos sos así",
"Lo que te pasa es que...",
"Seguro que lo hiciste por tal cosa".
Y ahí ya no hay espacio para el otro.
Lo interpretamos antes de escucharlo.
Lo reducimos.
Lo dejamos sin aire.
¿Hace cuánto no le preguntás a alguien:
¿qué te pasa en serio?
¿cómo lo vivís vos?
¿me lo podés contar con tus palabras?
¿Hace cuánto no nos damos permiso para decir:
no lo sé
no te entiendo todavía, pero quiero
no pienso como vos, pero quiero escucharte igual?
Autoaislarse parece más seguro.
Poner límites, cerrar el círculo, evitar el conflicto.
Y sí, tal vez así no duele tanto.
Pero tampoco se construye nada.

El lazo no aparece solo.
Se cultiva.
Se arriesga.
Se habita.
Y empieza por algo tan simple —y tan olvidado—
como mirar al otro sin interpretarlo.
Y decirle:
contámelo vos.
Lic. Constanza Depetris 

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