Cuando le echás la culpa al otro, ¿no sentís que algo en vos se disuelve?
Al principio parece un alivio. Decir “fue por culpa de él”, “me hicieron así”, “la vida no me dio lo que necesitaba”. Como si al dejar la culpa afuera, uno pudiera respirar mejor. Y sí, puede que duela menos… por un rato.
Pero ¿no te pasa que, en ese movimiento, algo tuyo también se va con eso? ¿Que te volvés menos vos? Como si, al señalar al otro, dejaras también en sus manos el poder de cambiar tu historia.
Decir “la culpa la tiene el otro” puede sonar fuerte, firme, hasta justo. Pero en el fondo, te deja esperando. Esperando que el otro repare, que el mundo cambie, que la vida vuelva atrás y te dé lo que no te dio. Y en esa espera, el deseo se apaga, la voz se debilita, y algo esencial empieza a disolverse: tu posibilidad de hacer algo distinto.
No se trata de negar lo que dolió. Lo que pasó, pasó. Lo que te hicieron, te marcó. Pero una cosa es lo que pasó, y otra muy distinta es lo que hacés hoy con eso. Ahí está la diferencia entre quedarte atado a una escena antigua o empezar a escribir la tuya.
Cuando dejás de poner toda la culpa en el otro, no es que te volvas culpable vos. Es que empezás a ser sujeto. Te hacés cargo de tu parte, incluso de la que no entendés del todo. Te preguntás: ¿qué lugar ocupo en esto que me pasa?, ¿qué repito?, ¿qué busco?, ¿qué deseo?
Y entonces pasa algo. Algo cambia. Tal vez no afuera, pero sí adentro. Aparece una fuerza nueva, una palabra más verdadera, una decisión que ya no depende de nadie más.
No es fácil, claro que no. Pero en lugar de disolverte en la culpa que le tirás al otro, podés empezar a reconstruirte en eso que decidís mirar de vos.
Y eso, aunque incomode, es el principio de la libertad.
Lic. Constanza Depetris
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