Tecnología, infancia y el lazo perdido: una mirada amorosa sobre los límites
Estamos atravesando una época que nos desafía como nunca antes. Como adultos, como padres, como seres humanos. Porque todo avanza tan rápido, que muchas veces no nos queda tiempo ni para preguntarnos hacia dónde vamos. Y cuando se trata de la infancia, ese olvido de la pregunta puede ser peligroso.
La tecnología —y hoy especialmente la inteligencia artificial— ha llegado para quedarse. No se trata de rechazarla ni de idealizar un pasado sin pantallas. Pero tampoco de entregarle a nuestros hijos, sin mediar palabra, una herramienta que puede volverse una trampa. Y es que cuando hablamos de infancia, no hablamos solo de entretenimiento o de consumo: hablamos de cómo se constituye un sujeto. De cómo se arma una subjetividad. Y eso no se fabrica, no se programa, no se descarga. Se construye en el encuentro con el otro.
La niñez es el tiempo de lo abierto, de lo inacabado, del juego, de la espera, de la pregunta. Pero las máquinas no preguntan. Responden. Rápido. Sin pausa, sin fisura. Y ahí está uno de los mayores riesgos: el borramiento de la diferencia. Si todo es inmediato, si todo está al alcance de un clic, si no hay espacio para el deseo ni tiempo para la falta, ¿cómo aprende un niño a desear? ¿A esperar? ¿A tolerar la frustración, a crear, a imaginar lo que no está dado?
La creatividad, la memoria, la atención, no son funciones que se ejercitan con tutoriales ni con juegos digitales. Se desarrollan en la experiencia viva, en el cuerpo, en la palabra compartida, en el error, en el juego inventado, en el aburrimiento. Porque sí, aburrirse también es necesario: ahí donde no hay nada, puede surgir algo. Pero si no hay vacío, no hay creación.
Y hay algo más, aún más profundo: cuando la tecnología media de forma permanente entre el niño y el mundo, se empobrece el lazo. El vínculo con el otro. Porque el otro —ese que interrumpe, que molesta, que no responde como uno quiere— es imprescindible para que un niño aprenda que no es el centro del universo. Que hay un mundo allá afuera que no está hecho a su medida, pero que puede alojarlo. Y eso se aprende en la relación con los demás. No con una máquina.
Cuando un niño está frente a una pantalla, se encuentra con una imagen, no con un cuerpo. Y entonces empieza a desdibujarse lo real. Lo propio y lo ajeno se confunden. Lo interno y lo externo. Lo vivo y lo artificial. El yo y el otro. Y cuando no se puede distinguir, se corre el riesgo de perderse. Porque no hay identidad sin diferencia. No hay yo sin un otro que me recorte, que me limite, que me señale que no todo es posible, que no todo es para mí.
Y aquí entra una palabra que a veces incomoda, pero que es fundamental: el límite. Vivimos en un mundo que muchas veces malinterpreta el amor como permisividad. Pero amar no es dar todo. Amar, cuando se trata de un niño, es también decir “no”. Es marcar un borde. Es proteger. Es sostener. Un límite dicho con ternura, con presencia, con sentido, puede ser la forma más profunda de amor.
Porque cuando un adulto pone un límite, le está diciendo al niño: yo estoy aquí, soy responsable de cuidarte, incluso de aquello que todavía no podés comprender. Y ese acto amoroso permite que el niño se oriente, que tenga un marco desde el cual organizar su mundo interno. Sin límite, hay desborde. Y muchas veces, detrás de un niño que no puede parar con las pantallas, hay un adulto que no se anima a decirle que pare.
La tecnología puede ser una aliada, sí. Pero nunca podrá reemplazar el calor de una mirada, la sorpresa de una conversación, la aventura de un juego improvisado, la construcción de una historia entre dos. Porque lo humano no se programa. Se transmite, se hereda, se teje en el lazo.
No se trata de prohibir, sino de acompañar. De estar. De escuchar. De volver al cuerpo, a la palabra, al tiempo compartido. De recordar que ningún algoritmo podrá enseñar lo que enseña un otro que ama: que hay un mundo afuera, que ese mundo es habitable, y que vale la pena estar en él.
Lic. Constanza Depetris
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