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Cuando le echás la culpa al otro, ¿no sentís que algo en vos se disuelve?

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Al principio parece un alivio. Decir “fue por culpa de él”, “me hicieron así”, “la vida no me dio lo que necesitaba”. Como si al dejar la culpa afuera, uno pudiera respirar mejor. Y sí, puede que duela menos… por un rato. Pero ¿no te pasa que, en ese movimiento, algo tuyo también se va con eso? ¿Que te volvés menos vos? Como si, al señalar al otro, dejaras también en sus manos el poder de cambiar tu historia. Decir “la culpa la tiene el otro” puede sonar fuerte, firme, hasta justo. Pero en el fondo, te deja esperando. Esperando que el otro repare, que el mundo cambie, que la vida vuelva atrás y te dé lo que no te dio. Y en esa espera, el deseo se apaga, la voz se debilita, y algo esencial empieza a disolverse: tu posibilidad de hacer algo distinto. No se trata de negar lo que dolió. Lo que pasó, pasó. Lo que te hicieron, te marcó. Pero una cosa es lo que pasó, y otra muy distinta es lo que hacés hoy con eso. Ahí está la diferencia entre quedarte atado a una escena antig...

Cuando dejamos de preguntar

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Vivimos rodeados. Y sin embargo, tan solos. No solos porque falte gente, sino porque se volvió difícil el lazo. Difícil mirar al otro y no querer ganarle. Difícil escuchar sin interrumpir. Difícil hablar sin tener que defenderse. En los grupos, en los trabajos, en los vínculos... cada uno en su idea, en su verdad. Y el otro, más que un encuentro, se vuelve un obstáculo, una amenaza, algo que hay que corregir. Y entonces llega la violencia. No siempre con gritos. A veces con silencios que expulsan. Con gestos que cortan. Con frases que no preguntan, sino que acusan. "Vos sos así", "Lo que te pasa es que...", "Seguro que lo hiciste por tal cosa". Y ahí ya no hay espacio para el otro. Lo interpretamos antes de escucharlo. Lo reducimos. Lo dejamos sin aire. ¿Hace cuánto no le preguntás a alguien: ¿qué te pasa en serio? ¿cómo lo vivís vos? ¿me lo podés contar con tus palabras? ¿Hace cuánto no nos damos permiso para decir: no lo sé no te entiendo tod...

La soledad que elegimos… y la que no

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Hay una soledad que llega sin que la llames. Y otra que vos misma abrís la puerta porque ya no querés más ruido. A veces estás sola porque la vida se volvió demasiado falsa, y preferís el silencio antes que seguir actuando. Y no es fácil. Porque estar sola tiene mala prensa. Como si significara que algo en vos está roto. Como si se necesitara estar con alguien todo el tiempo para valer más, para sentirte viva, para no incomodar. Pero hay algo en esa soledad que no miente. Que te muestra sin maquillaje. Que te devuelve el eco de tu propia voz, aunque al principio no te guste lo que dice. A veces la soledad no es vacío. Es limpieza. Es sacar todo lo que pesa. Todo lo que dolía pero no sabías cómo nombrar. Todo lo que venías cargando por costumbre, por miedo, por amor mal entendido. Hay días en que te va a doler. Mucho. Vas a querer volver atrás. Vas a mirar el celular como si pudiera traerte un milagro. Y no va a pasar nada. Y justo ahí, cuando no pase nada, va a empezar a pa...

“La culpa la tiene el Otro”

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Vivimos tiempos en los que señalar al Otro se ha vuelto casi un imperativo. La culpa es del sistema, de los padres, de la infancia, del ex, del jefe, del patriarcado, de los vínculos tóxicos, del diagnóstico. Todo parece estar explicado por causas externas, y la subjetividad queda reducida a un efecto pasivo de determinaciones ajenas. Es comprensible: hay heridas reales, violencias históricas, marcas profundas que merecen ser nombradas. Y sin embargo, algo se pierde cuando todo se explica por el afuera. En este clima, la responsabilidad subjetiva aparece como un gesto casi escandaloso. No se trata de negar lo sufrido, ni de moralizar con frases vacías como “hacete cargo”. Se trata, más bien, de abrir una pregunta: ¿qué hice yo con eso que me hicieron?, ¿qué posición tomé frente a eso que me marcó?, ¿cómo me las arreglé —a mi modo— con lo imposible de soportar? El psicoanálisis no niega el trauma; lo que propone es una lectura que restituya al sujeto como parte de la escena,...

Soledad: en los tiempos del TODO o NADA

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Nunca estuvimos tan conectados. Y sin embargo… nunca nos sentimos tan solos. Vivimos rodeados de imágenes, voces, mensajes. La pantalla siempre encendida, el chat siempre disponible. Pero… ¿cuánto de eso toca de verdad? ¿Cuánto se queda en la superficie? Hoy la soledad no es solo estar sin alguien. Es no saber con quién hablar de lo que realmente importa. Es decir “estoy bien” cuando por dentro te estás apagando. Es estar en mil cosas y no sentirte en ninguna. Nos enseñaron que hay que estar ocupados. Que hay que producir, rendir, lograr. Que hay que mostrarse fuertes. Y así, entre tanto “hacer”, se nos va la posibilidad de “ser”. ¿En qué momento dejamos de preguntarnos cómo estamos? ¿En qué momento el silencio empezó a dar miedo? ¿Por qué sentimos culpa cuando nos detenemos? La soledad se volvió incómoda porque ya no sabemos habitarla. Y sin embargo, en ella aparece algo importante. Algo que no dice el algoritmo, que no se mide en resultados, ni se soluciona con un like. A...

El fin de las diferencias

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Vivimos en una época paradójica. Por un lado, se enarbola la bandera de la inclusión, se celebra la diversidad, se exigen derechos que garanticen la diferencia. Pero por otro lado, se impone, con sutileza o violencia, un mandato de igualdad que aplasta lo singular. La cultura actual parece tolerar la diferencia solo cuando esta puede ser domesticada, cuando no desborda, cuando se acomoda a una forma de lo “aceptable”. La tolerancia se vuelve performativa: se celebra al distinto en tanto no incomode, en tanto no cuestione el ideal común. Todo lo que no encaje, lo que no pueda traducirse en lenguaje homogéneo, es silenciado o diagnosticado. Hay un mandato invisible que ordena: sé diferente, pero no demasiado. Sé libre, pero como se espera que seas. Sé igual, aunque creas que sos único. Esta exigencia de igualdad no es solidaridad: es control. Es un intento de borrar los bordes, de neutralizar lo inasimilable, de evitar el conflicto que toda verdadera diferencia conlleva. Pero...

La caída de sentidos y el grito silenciado de la subjetividad

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Hay una erosión sutil, casi imperceptible, que no hace ruido pero cala hondo: es la caída de los sentidos. No me refiero solo al sinsentido como vacío, sino a la descomposición silenciosa de los lazos que sostenían aquello que alguna vez fue brújula, relato, refugio. En esta época —acelerada, líquida, performativa— los significantes se vacían como cuerpos sin alma, y las palabras se desgastan en una repetición que no toca nada. Todo debe ser funcional, vendible, compartible. Hasta el sufrimiento ha devenido mercancía. En ese escenario, el sujeto se desliza por superficies que prometen sentido inmediato pero no lo encarnan. Y lo que no se encarna, se olvida. Se borra. La caída de sentidos no es solo un fenómeno cultural o social; es una herida que atraviesa la experiencia íntima, dejando al yo suspendido en una suerte de intemperie psíquica. Ya no se trata de no encontrar respuestas, sino de no poder formular preguntas. Porque sin sentido no hay dirección, y sin dirección el...