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Mostrando entradas de junio, 2025

El fin de las diferencias

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Vivimos en una época paradójica. Por un lado, se enarbola la bandera de la inclusión, se celebra la diversidad, se exigen derechos que garanticen la diferencia. Pero por otro lado, se impone, con sutileza o violencia, un mandato de igualdad que aplasta lo singular. La cultura actual parece tolerar la diferencia solo cuando esta puede ser domesticada, cuando no desborda, cuando se acomoda a una forma de lo “aceptable”. La tolerancia se vuelve performativa: se celebra al distinto en tanto no incomode, en tanto no cuestione el ideal común. Todo lo que no encaje, lo que no pueda traducirse en lenguaje homogéneo, es silenciado o diagnosticado. Hay un mandato invisible que ordena: sé diferente, pero no demasiado. Sé libre, pero como se espera que seas. Sé igual, aunque creas que sos único. Esta exigencia de igualdad no es solidaridad: es control. Es un intento de borrar los bordes, de neutralizar lo inasimilable, de evitar el conflicto que toda verdadera diferencia conlleva. Pero...

La caída de sentidos y el grito silenciado de la subjetividad

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Hay una erosión sutil, casi imperceptible, que no hace ruido pero cala hondo: es la caída de los sentidos. No me refiero solo al sinsentido como vacío, sino a la descomposición silenciosa de los lazos que sostenían aquello que alguna vez fue brújula, relato, refugio. En esta época —acelerada, líquida, performativa— los significantes se vacían como cuerpos sin alma, y las palabras se desgastan en una repetición que no toca nada. Todo debe ser funcional, vendible, compartible. Hasta el sufrimiento ha devenido mercancía. En ese escenario, el sujeto se desliza por superficies que prometen sentido inmediato pero no lo encarnan. Y lo que no se encarna, se olvida. Se borra. La caída de sentidos no es solo un fenómeno cultural o social; es una herida que atraviesa la experiencia íntima, dejando al yo suspendido en una suerte de intemperie psíquica. Ya no se trata de no encontrar respuestas, sino de no poder formular preguntas. Porque sin sentido no hay dirección, y sin dirección el...

¿Mandato a ser feliz?

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Hoy en día, muchas personas viven con una sensación constante de que nunca es suficiente: hay que ser felices, productivos, tener éxito, estar bien físicamente, ser buenos en todo... y encima, mostrarlo. Es como una voz interna que nos empuja todo el tiempo y que, si no cumplimos con eso, nos hace sentir culpa o frustración. Esa voz no siempre viene de alguien en particular. A veces es algo que escuchamos desde chicos, otras veces viene de lo que vemos en redes sociales, en la cultura, en cómo se habla sobre “el bienestar” o “la vida ideal”. Pero esa exigencia se mete en lo cotidiano de muchas maneras: Cuando te sentís mal por descansar “demasiado”. Cuando pensás que no estás haciendo lo suficiente con tu vida. Cuando te comparás todo el tiempo con los demás. Cuando sentís que tenés que estar bien siempre, aunque por dentro no sea así. Antes, esa voz era más parecida a una prohibición: “esto no se puede”. Hoy, en cambio, muchas veces es una orden que dice: “tenés que estar ...

El mandato invisible y lo actual: el impacto en lo cotidiano

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En la clínica contemporánea, el superyó no se presenta como un mandato moralizador ligado exclusivamente a la figura del padre o la ley simbólica. Hoy, sus formas son múltiples, a veces más sutiles, a veces más feroces. El imperativo superyoico actual no es tanto “no gozarás”, sino “debes gozar”: ser feliz, productivo, pleno, sano, exitoso, resiliente. El sujeto contemporáneo vive interpelado por discursos que lo empujan constantemente a rendir más, a optimizarse, a mostrarse. Este mandato incansable genera sufrimiento, ansiedad y culpa: no alcanzar eso que se espera de uno, aunque no se sepa bien qué es ni quién lo espera. El superyó se infiltra en lo cotidiano bajo formas como: La exigencia constante de “estar bien”. El juicio interno que invalida el descanso, el error o la tristeza. La comparación permanente con los otros (magnificada por las redes sociales). El empuje a sostener vínculos “positivos”, aunque sean falsos o dañinos. Freud describió al superyó como severo, ...

Juzgar: la trampa de la mirada que cree saber

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Hay miradas que abrazan, que preguntan, que se detienen. Y hay otras que se afilan como cuchillas, que miran para nombrar y al nombrar, condenan. Juzgar nace muchas veces ahí: en la mirada que no pregunta, que no duda, que ya tiene una respuesta lista, sostenida por una lógica que cree saber lo que está bien. La lógica del bien. Tan seductora. Tan peligrosa. Porque el bien, cuando se convierte en regla única, puede volverse un arma. Cuando una mirada se planta en la certeza de lo correcto, se cierra. Y cuando se cierra, deja de ver. El problema no es tener valores. El problema es cuando esos valores se usan como medida absoluta para pesar la vida ajena. Como si existiera una sola forma correcta de vivir, de sentir, de decidir. Como si lo diferente fuera sinónimo de amenaza. En el fondo, muchas veces juzgamos porque no toleramos la diferencia. Porque lo distinto nos confronta. Nos corre del lugar cómodo de “yo haría otra cosa”, “eso está mal”, “yo jamás”. Pero… ¿cuánto de es...

¿Qué es lo que llamamos “depresión”?

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Muchas veces, cuando una persona se siente vacía, sin energía, sin motivación ni deseo, rápidamente se dice que está deprimida. Pero esto no siempre es una enfermedad en sí misma. Muchas veces es una respuesta al modo en que estamos viviendo. El malestar aparece cuando todo se vuelve automático. Cuando el trabajo, las obligaciones, los vínculos o el día a día no tienen sentido para quien los vive. Es común escuchar frases como: “Tengo todo, pero no me siento bien.” “No tengo ganas de nada.” “No sé qué me pasa, pero no tengo fuerzas.” Estas frases reflejan un malestar profundo, que no siempre es una “depresión” médica, sino un síntoma de que algo en la vida no está funcionando para esa persona. ¿Por qué aparece este malestar? Vivimos en una época que nos exige mucho: ser felices, ser exitosos, tener una pareja, estar bien físicamente, tener una vida interesante. Todo esto genera una presión enorme. Y cuando no podemos con todo eso, creemos que el problema está en nosotros. P...

Juzgar: cuando el alma se olvida de mirar

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Juzgar es, muchas veces, un intento desesperado de ponerle orden a lo que no entendemos. Es una forma de cubrir con palabras duras lo que nos incomoda, lo que no encaja con nuestras creencias o nuestros valores. Pero detrás de ese impulso —que aparece casi automático— suele esconderse el miedo. El miedo a vernos reflejados en el otro. A descubrir que, quizás, también podríamos haber hecho lo mismo en otras circunstancias. Juzgar es más fácil que comprender. Más rápido que escuchar. Más cómodo que ponernos en el lugar del otro. Pero lo fácil, lo rápido y lo cómodo, no siempre es lo justo, ni lo humano, ni lo verdadero. ¿Quién no ha juzgado alguna vez sin conocer la historia completa? ¿Quién no ha hablado antes de preguntar, etiquetado antes de conocer, herido sin intención pero con palabras que cortan? Cada vez que juzgamos sin saber, perdemos la oportunidad de mirar con el corazón. Y mirar con el corazón no es justificarlo todo: es reconocer la complejidad, el dolor, la her...

Cuando la pantalla reemplaza al encuentro: una advertencia amorosa a madres y padres

Vivimos tiempos veloces. Las pantallas están en todas partes, y la inteligencia artificial, casi sin darnos cuenta, se ha colado en nuestras casas, en las escuelas, en los juguetes, en las voces que acompañan la infancia. Puede parecer moderno, útil, hasta inevitable. Pero cuando se trata de niños y niñas, conviene detenernos. Pensar. Mirar un poco más allá del brillo. Porque el problema no es solo que las pantallas "distraen". Lo que está en juego es mucho más profundo: cuando un niño queda capturado por una tecnología que responde de inmediato, que lo entretiene sin espera, sin vacío, sin misterio, algo del deseo se adormece. No hay tiempo para aburrirse, ni espacio para crear. La fantasía, que es la puerta de entrada al juego, se aplana. Y el juego —ese acto sagrado donde un niño inventa mundos— empieza a desaparecer. ¿Y qué pasa con el vínculo? Cuando el otro (el adulto, el amigo, el hermano) queda desplazado por una respuesta automatizada, se debilita el lazo. La experie...